Una descripción de la histórica casa ubicada en el barrio Los Troncos y por la que pasaron figuras como Gabriela Mistral, Manuel Mujica Láinez, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, hermana de la famosa dueña, Victoria Ocampo.
Por Rafael Felipe Oteriño
Era una casa de veraneo. Pero una casa de veraneo de una escritora. Y debería agregar: la casa de veraneo de una escritora en épocas en que la televisión no había emplazado su dominio, no se conocía la computadora, y muchos escritores todavía escribían en forma manuscrita, con lapicera de tinta o con lápiz y goma de borrar como Hemingway. Ahora es la casa-centro-cultural de una escritora que murió en 1979 y cuya personalidad y su obra no se han borrado. Está emplazada en la manzana formada por las calles Matheu, Quintana, Arenales y Lamadrid del barrio Los Troncos (en sus orígenes también comprendía la manzana que llegaba hasta Saavedra).
Cuando su dueña era joven y la casa estaba recién construída (deberíamos decir “ensamblada”, ya que llegó en barco, desarmada, desde Inglaterra), a Mar del Plata no se venía en avión. Eran los tiempos en que solo unos pocos se aventuraban a llegar en veleros deportivos y en la Estación Central desembarcaban los inmensos baúles con que acompañaban sus desplazamientos. También descendió allí -dicen- algún automóvil de marca europea, en el que harían sus excursiones al Faro, La Copelina, Laguna y Sierra de los Padres. Algunos viajeros se animaban, incluso, hasta la Laguna La Brava.
Porque los veraneantes de las primeras décadas -y hasta ya bien entrado el siglo XX- venían, en su mayoría, en tren. De manera que esta casa conoció los vertiginosos viajes hasta las estaciones de Luro e Italia y de Alberti y Sarmiento, cuando llegaba algún invitado. Después, ya ubicado el viajero en el cuarto donde pasaría sus vacaciones, esos mismos trajines se repetirían, pero en otra dirección: hacia Punta Mogotes. Porque los residentes de esta casa concurrían a dicho balneario, contrariando las costumbres que imponían el baño de mar en la más cercana Playa Grande.
De manera que los ejes por los que transcurría la vida de esta casa eran: en primer lugar, interiores (se estaba mucho tiempo en sus cuartos de muebles blancos y se paseaba por los jardines); en segundo lugar, exteriores: en dirección a las playas del sur, que -valga aclararlo- no eran las hoy denominadas “playas del sur” -ubicadas al sur del Faro- sino las que lindan por la antes denominada Punta Cantera (hoy Waikiki) y la mencionada Punta Mogotes (que ahora, luego de su remodelación, ha dejada atrás su entorno agreste).
Los ejes intelectuales estaban dados por la lectura -se leía mucho en esta casa (autores franceses, ingleses, algunos argentinos, pocos latinoamericanos, con excepción de Gabriela Mistral)- y, esporádicamente, por la “vista” de algún film de origen norteamericano o italiano en uno de los cines del centro. Se conversaba mucho en esta casa (temas sociales, de la naturaleza, de la historia; por supuesto, de arte, y, siempre, de literatura). Raro era escuchar conversaciones sobre fútbol; menos raro era oír hablar de política, (aunque algunas políticas causaban largos silencios en esta casa), pero sin llegar a acaparar las conversaciones.
Se conversaba durante el almuerzo y durante la cena. Pero el momento más importante para la conversación, cuando esta se volvía más sutil e inteligente, era a la hora del té. Se conversaba durante el té: se hablaba de los últimos libros y de las obras que se estaban escribiendo. Se contaban episodios, se marcaba la personalidad de algún personaje, se analizaban influencias. Alguna vez se recitaron poemas y a menudo se escuchaba música: Debussy, Brahms.
Ni alcohol y ni tabaco había en las habitaciones -no estaban permitidos por la anfitriona-, y cuesta pensar que hayan ocurrido desbordes pasionales: por lo menos la crónicas de quienes la habitaron no lo han dejado saber. A lo sumo, alguna picardía nocturna de un visitante ocasional, pero que no pasó de unos pocos vidrios rotos y de profundas miradas de interrogación deslizadas al día siguiente. A las que se respondió -como era natural- con total mutismo. Los silencios también eran prolongados en esta casa.
El desayuno era privado: los habitantes no se reunían para tomarlo, pues las normas de la casa habían impuesto, desde mucho tiempo atrás, que se trataba de un acto ligero, liviano, una “colazione” como para ayudar a despertar y comenzar sin demora las actividades del día. Durante las mañanas, los habitantes eran, por consiguiente, libres, y podían salir a caminar, ir a la playa -solos o en grupo (siempre había algún automóvil o un par de bicicletas para su traslado)-, o quedarse en la cama hasta que el sol estuviera alto. Nadie habría de demandarlos ni se sentiría molesto por sus costumbres. Era el momento en que los huéspedes recobraban su independencia.
Pero, ¿quiénes pasaron por esta casa?
Habría que hablar de los que estuvieron antes y de los que vinieron después, precisando que cuando decimos “antes” estamos diciendo: en vida de su dueña. Guiados por la intensidad de los afectos, nombremos, entre los escritores, a Gabriela Mistral, Fryda Schulz de Mantovani, María Rosa Olivier, María Luisa Domínguez, Alicia Jurado; también a Eduardo Mallea, Roger Callois, José Bianco, Enrique Pezzoni, Manuel Mujica Láinez, Eugenio Guasta, Carlos Mastronardi; digamos que aquí estuvieron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y, por supuesto, Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina, hermana de la dueña, y Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilson. Y quiero recordar a un monumental poeta que desde aquí pidió conocer la Patagonia y el mar austral: Saint-John Perse, el poeta de las lluvias, las nieves, los pájaros, el poeta de “Crónica”, ese incomparable poema sobre la vejez (“Vejez, mentías: tu lecho era de brasas, no de cenizas…”)
Muchos escritores estuvieron aquí y todos vieron, en estos muros, la casa de veraneo de una escritora, de una época en la que se llegaba principalmente en tren, no se escribía en computadora, la televisión -cuando la hubo- se encontraba relegada en los cuartos interiores, junto a la heladera y la radio, y en la ciudad todavía había silencio de villa veraniega.
Cuando murió su dueña, la casa permaneció cerrada durante unos pocos años, gris (alguna vez pareció gris) y amenazada. Después fue adquirida por la Municipalidad, restaurada siguiendo criterios arquitectónicos muy fieles, y abierta para actividades de diversa índole, siempre vinculadas con el arte. ¿Quién no pasó entonces por aquí?, habría que preguntarse. Desde escritores a bailarines, pasando por músicos, escultores, pintores, cineastas, filósofos, titiriteros, académicos y autodidactas. Artistas consagrados y artistas en ciernes.
Vinieron después -y nuevamente voy a dar nombres sólo de escritores- María Elena Walsh, Oscar Hermes Villordo, Juan José Hernández, Alberto Girri, Osvaldo Soriano, María Esther Vázquez, Horacio Armani, María Esther de Miguel, Juan José Sebreli, María Kodama, Santiago Kovadloff, Enrique Anderson Imbert, Marcos Aguinis, y tantos otros escritores del país y del extranjero que, en su paso por la ciudad, han querido ver, respirar, pulsar el clima interior de esta casa de veraneo de una escritora argentina, de cuando a Mar del Plata se llegaba sobre todo en tren, y el amor por la literatura era tan intenso, tan irrefrenable y necesario, como lo es ahora para nosotros.